Hace un par de semanas comenzó una campaña del Instituto Guatemalteco de Turismo (Inguat) para advertirle a la población de estas empresas, que aunque no son nuevas y tienen más de una década de operar en el país, se han mantenido a la sombra de las regulaciones y las sanciones. Las cuñas radiales conminan a leer bien los contratos antes de firmar y de asegurarse que la empresa esté registrada. Sólo una, de las seis que se sabe operan en el país, tiene permiso del Inguat para funcionar.
Cesia es clienta de VCA, Vacaciones Centroamericanas, S.A., o Vacación Club of America, la empresa que más quejas tiene y que administra los hoteles Clarion Suites (capital) y Amatique Bay (Izabal).
Cesia llegó a la presentación del club sola y con dos tarjetas de crédito. Le preguntaron si le gustaba viajar y cada cuánto lo hacía, si le gustaría disfrutar con su familia de destinos inimaginables. Vio videos y fotos. Había música de fondo. El vendedor era sonriente y amable. Vio cómo algunos visitantes firmaban el contrato y les aplaudían. Todo era fiesta.
Cesia se sentía a gusto, pero sabía que no tenía los ingresos para comprar un servicio de ese tipo. Sin embargo, el tiempo avanzaba y el vendedor seguía al pie del cañón. Y ella nunca dijo “no”. Cuando eran casi las 11:00 de la noche le pidieron las 2 tarjetas de crédito “para darte el premio”. Cesia creía que no podían hacerle ningún cargo porque tenía poca disponibilidad de crédito. Pero para su sorpresa y susto, el vendedor volvió con los vouchers emitidos. En cosa de minutos, el banco había aprobado 4 extra financiamientos en cada tarjeta, en total Q20 mil 790.
La joven asegura que no entiende dónde tenía la cabeza, pero finalmente firmó un contrato por 50 años y firmó un pagaré a VCA por Q49 mil 500 cancelables en 36 meses, además de otros gastos. En total, esta chica que no tiene casa propia y gana unos Q6 mil mensuales como optometrista debía pagar Q256 mil 680 por unas vacaciones que, en verdad, no soñó.
“Esa noche no pude dormir”, narra. Al día siguiente llamó a VCA para pedir que le cancelaran todo. Era sábado y le indicaron que debía solicitarlo el lunes. El lunes le dijeron que no había nadie disponible. A mitad de semana la comunicaron con un abogado que le pidió una carta dirigida a la junta directiva para que consideraran su petición.
Finalmente le contestaron que no era posible la cancelación ni la devolución del dinero. Cesia lo denunció en el MP, sus tarjetas están al límite y VCA la llama para recordarle las cuotas atrasadas y que pueden embargarle bienes.
La subdirectora de la Diaco, Mónica Gramajo, coincide con las sospechas de muchos tarjetahabientes: que utilizan información recopilada por los emisores de tarjetas de crédito para contactarlos. Pero es una mera suposición, dice la funcionaria, porque no tienen pruebas.
Cuando era adolescente trabajé como vacacionista en una empresa de tiempo compartido. Se llamaba Royal Holiday. Tenía que llamar por teléfono a la mayor cantidad de personas posible, con base en un manojo de hojas que me daba el supervisor.
El listado detallaba el nombre, los teléfonos y las direcciones de las personas e incluía su límite de crédito en dólares. Era, en efecto, la base de datos de un emisor de tarjetas de crédito. A los 17 años yo me hacía pasar por licenciada y le decía a la gente que se había ganado una estadía de tres días en Cancún.
Eran finales de los noventa, muchos se creían fácilmente el cuento. La empresa me pagaban Q800 al mes si lograba que 20 parejas de esposos, con sus respectivas tarjetas de crédito, escucharan la presentación de varias horas. Si no llevaban tarjetas, no contaban para mi registro. Y si compraban uno de los paquetes, yo ganaba Q400 de comisión por cliente. Los dos meses que trabajé para los mexicanos gané casi el triple del salario mínimo de aquella época. Que me perdonen los insatisfechos que aún tienen vigentes sus contratos.
Ricardo, un padre de 30 años, es otro inconforme con su contrato del tiempo compartido que le vendió VCA. Por teléfono me contó que en el momento de la negociación el vendedor le pintó otro panorama. Le dijo que el enganche de Q17 mil 470, que le debitaron una tarde de sábado, también por medio de varios extrafinanciamientos, se lo cobraría el banco “en 10 cuotas” y que los pagos de Q900 que accedió a hacer durante 36 meses se pagarían solos si les refería a una treintena de amigos que se hicieran socios. “De 10 que vienen, 6 se quedan con nosotros”, le aseguraron.
Lo primero era mentira y lo segundo, irreal. Firmó un contrato por US$8 mil, a 50 años, y como Cesia tuvo que contratar a un abogado y hacer una denuncia en el MP porque no le autorizaron la anulación a pesar de que no usó los servicios. La constante en las entrevistas para este reportaje fue la frase de los arrepentidos “no sé cómo me convencieron”. A menudo en la Diaco se escuchan comentarios como “creo que me hipnotizaron o me echaron algo en el trago”. El extremo es negado por los empresarios y no encuentra eco en las instituciones que reciben las quejas. Lo que hay detrás, aseguran, es una exhaustiva labor de ventas.
Los contratos y los pagarés son legales y válidos. Todo está en orden, resalta Mauricio Bosch, el delegado de la Defensoría del Medio Ambiente, Consumidor y Usuario de la PDH, que ha dado acompañamiento a 18 denuncias. Pero la gente, especifica, se queja de lo que sucede antes de firmar: “Los acosan, los intimidan, los cansan”.
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